La niebla en el condado de Hallstead era tan densa que borraba el mundo. Se aferraba a los pinos, se enroscaba bajo las luces de los porches y amortiguaba el sonido de los neumáticos en los viejos caminos. Allí, los recuerdos se desvanecían en silencio, como el aliento sobre el cristal, y durante casi cuatro décadas, también lo hizo la respuesta a la pregunta más inquietante del condado: ¿Qué pasó con los quince niños que subieron a un autobús escolar amarillo una mañana de primavera de 1986 y nunca regresaron?
Eran poco más de las 7 a. m. cuando llegó la llamada. La ayudante del sheriff Lana Whitaker se estaba sirviendo su primer café cuando la voz del operador se escuchó entrecortada: «Posible descubrimiento cerca de Morning Lake Pines. Un equipo de construcción que buscaba una fosa séptica desenterró lo que creen que es un autobús escolar. Las placas coinciden con un caso cerrado hace tiempo».
La mano de Lana se congeló, la taza calentándole la palma. No necesitaba escribirlo; se sabía el caso de memoria. Ella misma era una niña ese año, extrañando su hogar por la varicela, y había visto desde la ventana de su habitación cómo sus compañeros se amontonaban en el autobús para la última excursión antes de las vacaciones de verano. Llevaba el recuerdo —y la culpa de no haber estado allí— como una astilla bajo la piel desde entonces.
El camino hacia Morning Lake fue lento, la niebla alargaba el tiempo. Los pinos bordeaban el estrecho camino, centinelas silenciosos. Lana pasó la estación de guardabosques abandonada y giró hacia el camino de servicio cubierto de maleza que una vez condujo al campamento de verano al que se dirigían los niños. Recordó la emoción: un lago, una fogata, cabañas nuevas construidas por voluntarios. Recordó la foto del anuario: caras sonrientes pegadas a las ventanas del autobús, mochilas de dibujos animados, walkmans, cámaras desechables.
Cuando llegó, el equipo de construcción había despejado un perímetro. Se veían manchas amarillas opacas del autobús bajo el barro, medio aplastadas por el peso de décadas. “No tocamos nada una vez que vimos lo que era”, le dijo el capataz. “Querrás ver esto.”
Habían abierto la puerta de emergencia. El olor era terroso, agrio. Dentro: polvo, moho, descomposición frágil. Los asientos seguían en su lugar, algunos cinturones abrochados. Una lonchera rosa yacía bajo la tercera fila. El zapato de un niño reposaba en el escalón trasero, cubierto de musgo. Pero no había cuerpos. El autobús estaba vacío: un monumento hueco, un signo de interrogación enterrado en la tierra.
En la parte delantera, pegada al tablero, Lana encontró una lista de la clase con la letra cursiva de la señorita Delaney, la maestra que desapareció con ellos. Quince nombres, de entre nueve y once años. Al final, un mensaje escrito con rotulador rojo: Nunca llegamos a Morning Lake.
Las manos de Lana temblaban al salir. El aire se sentía más frío. Alguien había estado allí, el tiempo suficiente para dejar un mensaje. Cerró la zona y llamó al equipo estatal. Luego condujo directamente al edificio de archivos.
La vieja oficina de Registros del Condado de Hallstead olía a moho y a limpiador de limón. Lana esperó a que el empleado recuperara la caja: «Excursión 6B, Escuela Primaria Holstead Ridge, 19 de mayo de 1986. Sellada después de cinco años. Sin actualizaciones».
Dentro había fotos de los niños, listas de clases, listas de objetos personales y, al final, un informe sellado en rojo: PERSONAS DESAPARECIDAS. SIN EVIDENCIAS DE JUEGO SUCIO. Ese sello había rondado el pueblo durante décadas. Sin pruebas, sin niños, sin respuestas.
Siempre había habido rumores. El conductor del autobús, Carl Davis, era un recién contratado, apenas investigado. Desapareció junto con el autobús. La maestra sustituta, la Sra. Atwell, no tenía registros antes ni después de ese día. Su dirección registrada era ahora un terreno descuidado. Todos tenían una teoría: fugitivos, una secta, un accidente en el lago. Pero nunca salió a la luz nada. Entonces, mientras Lana revisaba los archivos, recibió una llamada del hospital. Una pareja de pescadores había encontrado a una mujer a 800 metros de la excavación. Descalza, desnutrida y con la ropa hecha jirones, estaba deshidratada y apenas consciente, pero viva.
“Sigue diciendo que tiene doce años”, le dijo la enfermera a Lana. “Pensamos que fue un trauma, hasta que nos dio su nombre”. La enfermera le entregó una carpeta: Nora Kelly, una de las niñas desaparecidas.
Cuando Lana entró en la habitación del hospital, la mujer se incorporó lentamente. Tenía el pelo enredado, el rostro pálido, pero sus ojos verdes eran inconfundibles. “Envejeciste”, susurró Nora, con lágrimas deslizándose por sus mejillas.
“¿Te acuerdas de mí?”, preguntó Lana con voz temblorosa.
Nora asintió. “Tuviste varicela. Se suponía que vendrías también”.
Lana se sentó a su lado, atónita. “Me dijeron que nadie se acordaría”, susurró Nora. “Que nadie vendría”. “¿Quién te dijo eso?”, preguntó Lana con dulzura.
Nora miró por la ventana y luego volvió a mirar. “Nunca llegamos a Morning Lake”.
Los días siguientes fueron un torbellino de investigación y revelación. Los forenses no encontraron restos en el autobús, pero desenterraron una foto encajada tras un panel: un grupo de niños de pie frente a un edificio tapiado, con el rostro inexpresivo. En las sombras, tras ellos, un hombre alto y barbudo.
Nora, aún frágil pero lúcida, recordaba fragmentos: el conductor del autobús no era el de siempre. Había un hombre esperando en una bifurcación del camino. “Dijo que el lago aún no estaba listo para nosotros. Que tendríamos que esperar”. Recordó despertar en un granero con las ventanas cubiertas y relojes que siempre marcaban martes, incluso cuando no lo era. Les pusieron nombres nuevos. “Algunos se olvidaron de casa”, dijo. “Pero yo no. Nunca lo hice”.
Lana siguió las pistas hasta un granero abandonado en County Line Road, que perteneció a un hombre llamado Avery. Allí encontró entre la maleza la pulsera de una niña: Kimmy Leong, otra de las desaparecidas. En el interior, las paredes estaban grabadas con los nombres de los niños, algunos superficialmente, otros con un profundo enfado. En una caja metálica, encontró Polaroids de los niños, no posados, sino espontáneos: durmiendo, llorando, comiendo. Cada uno tenía un nombre nuevo al dorso: Paloma. Gloria. Silencio.
Esa noche, Lana se sentó con Nora y le enseñó la foto del autobús. “Esto fue después del primer invierno”, dijo Nora en voz baja. “Nos obligaban a posar una vez por temporada para demostrar nuestro progreso. Ese edificio es donde nos tenían más tiempo”.
Una búsqueda llevó a Lana al Campamento Riverview, un antiguo refugio de verano adquirido en 1984 por un fideicomiso privado. Allí encontró el edificio de la foto. En la tierra de afuera, huellas frescas: pequeñas, de un niño. Dentro, un niño de no más de diez años, pálido y delgado, se hacía llamar Jonás. No recordaba su verdadero nombre. «Se lo llevaron», dijo. «¿Estás aquí para llevarme?».