Alrededor del año 1500 d. C., los incas realizaban un macabro ritual de sacrificio llamado Capacocha en la cumbre del volcán Llullaillaco, a 6736 metros de altura, en los Andes, en la frontera entre Argentina y Chile. En este ritual, tres niños —una niña de unos 13 años, una niña menor y un niño— eran conducidos a la cima de la montaña. Se les daba chicha, una bebida alcohólica de maíz, y hojas de coca para masticar e inducir un estado casi inconsciente. Luego eran colocados en pequeñas cámaras funerarias excavadas en hielo y nieve, donde se sumían suavemente en un sueño eterno. Este ritual, que refleja tanto devoción como crueldad, ha dejado una huella imborrable en la arqueología y arroja luz sobre las complejas creencias de los incas.
Las condiciones climáticas extremas de Llullaillaco —temperaturas gélidas, baja humedad y una altitud que prácticamente no permite la supervivencia de ninguna bacteria— preservaron extraordinariamente los cuerpos de los tres niños, ahora conocidos como “Los Niños de Llullaillaco”. Cuando los arqueólogos los descubrieron en 1999, los restos se encontraban en perfecto estado: la ropa, el cabello, la piel e incluso el contenido de sus estómagos seguían intactos después de más de 500 años. Este descubrimiento, dirigido por el Dr. Johan Reinhard, se considera uno de los hallazgos arqueológicos más importantes del mundo y ofrece una perspectiva única de la cultura y la religión inca.
La Capacocha era un ritual inca central, que se realizaba a menudo en épocas de crisis o eventos significativos para apaciguar a los dioses. Niños considerados puros e inmaculados eran elegidos para servir como mensajeros entre el mundo humano y el divino. Los tres hijos de Llullaillaco, conocidos cariñosamente como «La Doncella», «La Niña del Rayo» y «El Niño», eran preparados con sumo cuidado. Sus vestimentas, sus finos tejidos y sus joyas de plumas, así como ofrendas como estatuillas y cerámicas, dan testimonio de la importancia del ritual. Diversos análisis han demostrado que los niños recibían una dieta especial en los meses previos a su sacrificio, lo que subraya su estatus como figuras sagradas.
El descubrimiento de los niños ha causado conmoción tanto científica como emocional. La perfecta conservación de sus cuerpos, que parecen casi vivos, evoca un profundo sentimiento de dolor y asombro. “La Doncella” resulta particularmente fascinante por su rostro sereno, que parece como si simplemente estuviera durmiendo. Investigaciones científicas, incluyendo tomografías computarizadas y análisis de ADN, han demostrado que los niños no fueron sometidos a violencia, sino que murieron a causa de una combinación de alcohol, cocaína y frío extremo. Estos hallazgos ponen de relieve la compleja naturaleza de la religión inca, en la que el sacrificio se consideraba no una crueldad, sino el acto supremo de adoración.
Los hallazgos se exhiben actualmente en el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta, Argentina, y atraen a visitantes de todo el mundo. Plantean preguntas sobre la ética de estos rituales y estimulan la reflexión sobre el papel de la religión en las culturas antiguas. El descubrimiento está generando un intenso debate en plataformas como X: algunos usuarios admiran la precisión de la cultura inca, mientras que otros ven el sacrificio como una expresión trágica de la historia humana. Los arqueólogos enfatizan que los niños no fueron solo víctimas, sino también símbolos de una cosmovisión espiritual profundamente arraigada.
Los Niños de Llullaillaco siguen siendo una ventana al pasado, revelando el esplendor y la oscuridad de la civilización inca. Su historia nos invita a reflexionar sobre los límites de la fe, el sacrificio y la humanidad. Si bien la ciencia continúa adquiriendo nuevos conocimientos a partir de estos hallazgos, el impacto emocional de su descubrimiento es innegable. Nos recuerdan que la historia no solo está hecha de victorias y logros, sino también de momentos de profundo sacrificio que aún nos conmueven.